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Sonata de otoño

No leer si no se ha visto y se está interesado en verla: puede contener algunos spoilers.
Sonata de otoño es, ante todo, un duelo interpretativo; sería inconcebible con actrices de medio pelo, con actrices que no soportaran la mirada fija de la cámara sobre ellas. Y aquí tenemos dos que son enormes (no sólo porque las suecas sean más altas que la media): Ingrid Bergman, que rueda en sueco por primera vez en años, en su última interpretación cinematográfica, y Liv Ullmann, musa del director.
Eva (Ullmann) vive con su marido, Viktor, y decide invitar a su madre, Charlotte, una pianista de fama mundial (Bergman), para que vea la vida que lleva con el hombre con el que se casó hace siete años. Aunque en un principio todo son buenas intenciones, hay pequeños inconvenientes que enturbian la estancia de Charlotte, como la estancia en la casa de Helena, (su otra hija, que padece una enfermedad degenerativa), y, entre unas cosas y otras, acaban madre e hija nadando en un mar de reproches y acusaciones.
Su escenografía es claramente teatral, está prácticamente rodada en interiores. Como sudeuropea, supongo que fue rodada en verano, pues la luz es muy clara, la iluminación parece natural hasta por la noche (no sé a qué viene tanto Manifiesto Dogma, cuando Bergman ya lo había hecho sin tanta publicidad).
Aparte de la estupenda narración, lo que más me ha gustado han sido las interpretaciones. Bergman está estupenda -vaya sorpresa-. Se nota la calidad de un intérprete cuando mira o escucha, y, tanto en Casablanca (el arrobo con que mira a Laszlo es antológico) como aquí, cuando su hija toca el piano, se delata a sí misma como un monstruo de la interpretación.
Hasta para hacer de hijaputa hay que valer. No sé cuál de los dos Bergman (Ingrid, Ingmar) tiene el mérito de que esta pianista egocéntrica acabe dando un poco de lástima.

Cuando acaba la película, te quedas con la sensación de que algo se te ha roto dentro; a lo mejor no lo notas al momento, pero piensas en ella, y te das cuenta de que al final es como si hubieras perdido la inocencia, de que lo que se te ha roto no se puede reparar. Y, sin embargo, Bergman, que no es la alegría de la huerta, intenta darle un tono esperanzador al final. Dicen las malas lenguas que lo hace para que su público no se le suicide y vaya a ver la siguiente...

1 comentario

Luis Fernando Areán dijo...

Ja, ja. La mala lengua he sido yo. Pero es típico en Bergman: te encierra en una situación claustrofóbica, con personajes rotos por la vida, con dolores casi intolerables, con enormes dosis de culpa luterana, existencialismo y absoluta desolación... y en los últimos 30 segundos trata de introducir un rayo de esperanza... aunque nunca nos dice cuál.

Cuando vi esta película hace... demasiado años, me desasosegó, creía yo, profundamente. Pero ahora me impacta mucho más, me meto más en los personajes, comparto su angustia existencial, me hago sus mismas torturadas preguntas. Es un via crucis, y sin embargo, no puedo evitar acercarme a Bergman como implacable escrutador de la condición humana.

En resumen, una obra maestra.