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La boda de Muriel

No leer si no se ha visto y se está interesado en verla: contiene spoilers.
Desde que la vi por primera vez en los Ideal de Madrid, el personaje de Muriel (Toni Collette) me conmovió profundamente: esta película trata de la búsqueda, un tanto errática, de sí misma.

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Muriel vive en un pueblo playero del norte australiano, Porpoise Spit (que no existe en realidad, aunque sí existe la llamada Costa Dorada del estado de Queensland), donde su padre es un político corrupto del ayuntamiento, para quien su carrera es más importante que su propia familia (todos sus hijos son perdedores a sus ojos). Tiene unas ¿amigas? enrolladas que le dicen que es una hortera y se busque amigos de su clase.

Con esas premisas, pega un sablazo de 10000 dólares australianos (unos seis mil euros), se lo pule en un viaje, donde se encuentra a su compañera Rondha (Rachel Griffiths), con la que se va a vivir a Sydney en pos de una nueva vida.


El sueño de Muriel es casarse, así dejaré de ser Muriel Heslop, esta estúpida Muriel Heslop, para lo que decide casarse con alguien que lo necesite: un nadador sudafricano que no puede competir por su país por aquello de las cuotas y la discriminación positiva (es blanco -de hecho, tiene apellido holandés-) y quiere la nacionalidad australiana para nadar por aquel país.
La muerte de su madre la devuelve a la realidad, le hace darse cuenta de que ha basado su vida en una mentira, como hace su padre con sus pseudo campañas políticas.
Se da cuenta de que llamarse Mariel Van Arckle no la hace mejor que Muriel Heslop, por el mero hecho de que no es ella...

Así que vuelve al lado de su amiga Rondha, en una silla de ruedas por un cáncer medular, que realmente apreciaba a Muriel Heslop por lo que era: ella misma.

Y es que no existe ningún lugar donde podamos escapar de nosotros mismos... ¡ni siquiera un alter ego!

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