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El violín rojo

No leer si no se ha visto y se está interesado en verla: puede contener algunos spoilers.
Uno no puede ver El violín rojo sin apercibirse de que está ante una película inteligente, lo que no es poco, hoy por hoy.

Desde el XVIII hasta nuestros días, seguimos las andanzas de este singular violín cremonés, que inspira la admiración de todo el que lo ve y lo escucha.
Por motivos personales, su creador lo dona a un monasterio alemán, donde llega a las manos de un pequeño y delicado prodigio, que es llevado hasta Viena, con el propósito de deslumbrar a un potencial mecenas.

Acabada su relación con este pequeño prodigio, viajamos con el violín hasta Oxford, donde un crack de la interpretación aliña sus relaciones con la música que él mismo toca.

No le es suficiente al violín, y llega hasta China, donde una madre se lo compra a su hija, otro portento del violín. Cuando la nena crece, llega Mao con su Revolución Cultural, y hace peligrar la joya que nos tiene en vilo durante toda la película.

La última escena se dirime en Montreal, en una dura liza por el instrumento. Es en esta ciudad franco-canadiense donde se nos desvelan secretos que, acaso, ni nos olíamos, pero que, de alguna manera, nos aproxima más al violín, al violín rojo, el objeto más deseado.
Con saltos temporales bien distribuidos, el espectador está en perenne tensión por lo que le pasa al violín, tanto en Montreal como en sus distintos destinos (es interesante verla en VO, las distintas geografías son parte de la esencia del filme).

El violín rojo enfrenta la mediocridad a la belleza, la gracia impostada frente a la natural, que surge por el mero deleite de la música en sí, en vez de proyectarlo como medio de conseguir cosas. En todo, y el arte no es una excepción, la adulteración es perjudicial.

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